El ministro de Cultura de Francia, Frédéric Mitterrand, ha hecho saber que el Gobierno Francés ha decidido sacar de la lista de celebraciones nacionales de este año al escritor Louis-Ferdinand Céline, fallecido hace cincuenta años. De este modo accedía a una solicitud de la asociación de hijos de deportados judíos y varias organizaciones humanitarias que protestaron contra el proyecto inicial de rendir un homenaje oficial a Céline, teniendo en cuenta sus violentos panfletos antisemitas y su colaboración con los nazis durante la ocupación hitleriana de Francia.
En efecto, Céline fue, políticamente hablando, una escoria. Leí en los años sesenta su diatriba “Bagatelles pour un massacre” y sentí náuseas ante ese vómito enloquecido de odio, injurias y propósitos homicidas contra los judíos, un verdadero monumento al prejuicio, al racismo, la crueldad y la estupidez. El doctor Auguste Destouches –Céline era un nombre de pluma– no se contentó con volcar su antisemitismo en panfletos virulentos. Parece probado que, durante los años de la ocupación alemana, denunció a la Gestapo a familias judías que estaban ocultas o disimuladas bajo nombres falsos para que fueran deportadas. Es seguro que si, a la liberación, hubiera sido capturado, habría pasado muchos años en la cárcel o hubiera sido condenado a muerte y ejecutado como Robert Brasillach. Lo salvó el haberse refugiado en Holanda, donde pasó algunos meses en prisión. Holanda se negó a extraditarlo alegando que, en la Francia exaltada de la liberación, era difícil que Céline recibiera un juicio imparcial.
Dicho esto, hay que decir también que Céline fue un extraordinario escritor, seguramente el más importante novelista francés del siglo XX después de Proust, y que, con la excepción de “En busca del tiempo perdido” y “La condición humana” de Malraux, no hay en la narrativa moderna en lengua francesa nada que se compare en originalidad, fuerza expresiva y riqueza creadora a las dos obras maestras de Céline: “Viaje al final de la noche” (1932) y “Muerte a crédito” (1936).
Desde luego que la genialidad artística no es un atenuante contra el racismo –yo la consideraría más bien un agravante–, pero, a mi juicio, la decisión del Gobierno Francés envía a la opinión pública un mensaje peligrosamente equivocado sobre la literatura y sienta un pésimo precedente. Su decisión parece suponer que, para ser reconocido como un buen escritor, hay que escribir también obras buenas y, en última instancia, ser un buen ciudadano y una buena persona. La verdad es que si ese fuera el criterio, apenas un puñado de polígrafos calificaría.