Escribía ayer sobre los mundos aparentemente paralelos entre los cuales discurre nuestra existencia. Felizmente, no todo es angustia medioambiental, espanto real o mediático o estupidez farandulera. Tampoco montaje político para hacernos sentir que no ocurre nada importante, que las dudas y los temores los fabrica nuestra imaginación, que se solaza en jugarnos una mala pasada. El presente inmediato es la única medicina destinada a evitar el desgaste que suelen producir los fantasmas que nos acechan. Ese presente nos suele alejar de los escenarios necrófilos y nos ofrece espacios para festejar la vida. Hacerlo no evitará el futuro, pero rescatará, al menos, valores que nos muestren que no somos –como decía Malraux– un “triste montón de mentiras”. Que nos muestre, además, que a pesar de todo sigue habiendo gestos y conductas que nos reconcilian con lo mejor de los seres humanos. Lo veo a diario cuando realmente lo quiero ver.
Pero, cuando la rabia me ciega, pierdo la batalla frente a la estupidez. Y ese es el desafío: no dejar que nos arrastren, no permitir que nos conviertan en bolsas vacías ávidas de consumo y menos, mucho menos, en zombis que han entregado a otros la responsabilidad de pensar por ellos y de hacer que sean esos sustitutos de nuestra personalidad profunda los que determinan nuestro estado de ánimo. Allí es cuando nos quiebran. Allí es cuando nos preguntamos si vale la pena seguir oponiendo la esperanza ante la corrupción, ante la amoralidad, ante el desprecio por el prójimo y ante la muerte disfrazada detrás de las marquesinas de aparente bienestar y opulencia que la ocultan.
Perder la batalla es dejar de asumir que el sentido de nuestra existencia es el que nosotros decidamos que sea. Creer y apostar por la vida como una oportunidad única e irrepetible debe ser la constante de quienes así lo sienten. Permitir que nos birlen ese único e invalorable tesoro es entregar nuestras armas al enemigo, el mismo que nos quiere escépticos, indiferentes, aturdidos, embrollados, ofuscados, confundidos, obsesionados por los espejos de colores, satisfechos por la nada que nos rodea, intoxicados de mentiras, ávidos de novedades que nos impidan mirarnos de frente al espejo; en suma, ajenos y extraviados de nosotros mismos, sin saber quiénes somos ni dónde buscarnos.
Ese es el ideal que plantea la delirante sociedad de consumo. Un ideal donde todo va mejor con la bebida de moda, con el carro del momento y con la última distracción tecnológica al alcance de la mano. Somos en la medida que vivimos en función de esos productos o en función de los productos que pronto los reemplazarán. Si eso somos, ¿en qué nos convertimos cuando los espejos de colores desaparecen? En nada, simplemente en nada.
Cambiar nuestra libertad por esa alienación es pulverizar las inmensas potencialidades de nuestro cerebro y anticipar la nada a la que quizá, fatalmente, estemos destinados.
Pero, cuando la rabia me ciega, pierdo la batalla frente a la estupidez. Y ese es el desafío: no dejar que nos arrastren, no permitir que nos conviertan en bolsas vacías ávidas de consumo y menos, mucho menos, en zombis que han entregado a otros la responsabilidad de pensar por ellos y de hacer que sean esos sustitutos de nuestra personalidad profunda los que determinan nuestro estado de ánimo. Allí es cuando nos quiebran. Allí es cuando nos preguntamos si vale la pena seguir oponiendo la esperanza ante la corrupción, ante la amoralidad, ante el desprecio por el prójimo y ante la muerte disfrazada detrás de las marquesinas de aparente bienestar y opulencia que la ocultan.
Perder la batalla es dejar de asumir que el sentido de nuestra existencia es el que nosotros decidamos que sea. Creer y apostar por la vida como una oportunidad única e irrepetible debe ser la constante de quienes así lo sienten. Permitir que nos birlen ese único e invalorable tesoro es entregar nuestras armas al enemigo, el mismo que nos quiere escépticos, indiferentes, aturdidos, embrollados, ofuscados, confundidos, obsesionados por los espejos de colores, satisfechos por la nada que nos rodea, intoxicados de mentiras, ávidos de novedades que nos impidan mirarnos de frente al espejo; en suma, ajenos y extraviados de nosotros mismos, sin saber quiénes somos ni dónde buscarnos.
Ese es el ideal que plantea la delirante sociedad de consumo. Un ideal donde todo va mejor con la bebida de moda, con el carro del momento y con la última distracción tecnológica al alcance de la mano. Somos en la medida que vivimos en función de esos productos o en función de los productos que pronto los reemplazarán. Si eso somos, ¿en qué nos convertimos cuando los espejos de colores desaparecen? En nada, simplemente en nada.
Cambiar nuestra libertad por esa alienación es pulverizar las inmensas potencialidades de nuestro cerebro y anticipar la nada a la que quizá, fatalmente, estemos destinados.
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