La percepción de la realidad es tan diversa como lo son las huellas digitales. Sin exagerar, podríamos afirmar que hay tantas percepciones como habitantes pueblan este planeta. Por no hablar de los animales que también elaboran la suya y que, seguramente, nos asombrarían si pudiésemos penetrar en su mundo. Desgraciadamente, por el momento, no solo no es posible ingresar a las percepciones de la realidad de otras especies, sino que además tenemos dificultades para comprender las percepciones que elaboran quienes son nuestros vecinos o propios familiares. Este breve preámbulo, aparentemente abstracto, está destinado a aterrizar en el conflictivo mundo de las relaciones humanas y en sus contradictorias manifestaciones.
Todos, sin saber que pueden engañarlos, confían en sus sentidos. Ignoran que estos están ordenados a partir de un cerebro que carece de un dispositivo ubicable que le permita distinguir la ficción de la realidad. Quien realiza esa difícil tarea es lo que llamamos conciencia. Y la conciencia es poco fiable, pues está condicionada por todos y cada uno de los elementos que hacen a nuestra historia personal, por nuestras emociones circunstanciales, y por la historia de la sociedad y la cultura en la que nos hemos desarrollado. Somos, al emitir nuestros juicios, mucho menos libres de lo que creemos serlo. Ante este fenómeno, los medios de comunicación operan como simplificadores dividiendo aguas entre lo que es bueno y lo que es malo –para sus intereses– y, de ese modo, crean corrientes de opinión de apariencia homogénea pero que, a poco que se escarbe la superficie, volverá a mostrar la inmensa diversidad que se agita en su interior. Conceptos como 'la opinión pública’ o 'la voluntad popular’ son tan abstractos y mentirosos como la fe que depositamos en nuestros propios sentidos.
Aceptar nuestras limitaciones tanto en materia de percepción de la realidad como en las teorías que elaboramos en torno a la misma –y las respuestas políticas que organizamos a partir de ellas– sería un saludable punto de partida para ir hacia la consolidación de una estructura social donde el diálogo sea posible y la armonía –aún en el disenso– una constante.
Ser consciente de las propias limitaciones es aceptar el valor de la visión ajena. Si fuéramos capaces de cotejar las respuestas de nuestro cerebro con las respuestas que elaboran quienes nos rodean, no solo enriqueceríamos nuestra visión del mundo que habitamos, sino que además estaríamos creando condiciones para que la empatía, factor fundamental en la relación humana, haga su trabajo y nos permita operar simultáneamente como individuos y como seres sociales responsables de nuestros semejantes. Si, además, consideráramos la visión de otras culturas, podríamos estar hablando de las ideas-fuerza que llevaron a crear esa ilusión, tan venida a menos, llamada Naciones Unidas. Es evidente que la lucha por el poder descompone este objetivo, pero, sabiendo cómo somos, podremos avanzar, o al menos soñar, con la utopía de un mundo mejor.
Todos, sin saber que pueden engañarlos, confían en sus sentidos. Ignoran que estos están ordenados a partir de un cerebro que carece de un dispositivo ubicable que le permita distinguir la ficción de la realidad. Quien realiza esa difícil tarea es lo que llamamos conciencia. Y la conciencia es poco fiable, pues está condicionada por todos y cada uno de los elementos que hacen a nuestra historia personal, por nuestras emociones circunstanciales, y por la historia de la sociedad y la cultura en la que nos hemos desarrollado. Somos, al emitir nuestros juicios, mucho menos libres de lo que creemos serlo. Ante este fenómeno, los medios de comunicación operan como simplificadores dividiendo aguas entre lo que es bueno y lo que es malo –para sus intereses– y, de ese modo, crean corrientes de opinión de apariencia homogénea pero que, a poco que se escarbe la superficie, volverá a mostrar la inmensa diversidad que se agita en su interior. Conceptos como 'la opinión pública’ o 'la voluntad popular’ son tan abstractos y mentirosos como la fe que depositamos en nuestros propios sentidos.
Aceptar nuestras limitaciones tanto en materia de percepción de la realidad como en las teorías que elaboramos en torno a la misma –y las respuestas políticas que organizamos a partir de ellas– sería un saludable punto de partida para ir hacia la consolidación de una estructura social donde el diálogo sea posible y la armonía –aún en el disenso– una constante.
Ser consciente de las propias limitaciones es aceptar el valor de la visión ajena. Si fuéramos capaces de cotejar las respuestas de nuestro cerebro con las respuestas que elaboran quienes nos rodean, no solo enriqueceríamos nuestra visión del mundo que habitamos, sino que además estaríamos creando condiciones para que la empatía, factor fundamental en la relación humana, haga su trabajo y nos permita operar simultáneamente como individuos y como seres sociales responsables de nuestros semejantes. Si, además, consideráramos la visión de otras culturas, podríamos estar hablando de las ideas-fuerza que llevaron a crear esa ilusión, tan venida a menos, llamada Naciones Unidas. Es evidente que la lucha por el poder descompone este objetivo, pero, sabiendo cómo somos, podremos avanzar, o al menos soñar, con la utopía de un mundo mejor.
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