Al final de la Segunda Guerra Mundial, un suspiro de alivio recorrió el Occidente: la contienda había sido feroz pero la humanidad se había librado del nazismo y de la tiranía de Hitler. El mundo aprendería la lección, los países no se dejarían seducir por caudillos fanáticos y renunciarían a ideologías aberrantes como el nacionalismo y el racismo, que habían provocado la reciente catástrofe. Se abría un período de paz y convivencia en el que prosperarían la democracia y la cultura de la libertad.
Era un optimismo precipitado. Entre los vencedores estaba la Unión Soviética, y Stalin no tenía la menor intención de renunciar a su propia versión del totalitarismo y a conquistar el mundo para el comunismo. Muy pronto comenzó la Guerra Fría que, por cuarenta años, mantendría al planeta en vilo, bajo la amenaza de una confrontación atómica que acabara con la civilización y acaso con toda forma de vida en el planeta.
El desplome de la URSS, por putrefacción interna, y la conversión de China en un país capitalista (pero vertical y autoritario) despertaron, a fines de los ochenta, un nuevo entusiasmo en todos los amantes de la libertad. El enemigo más enconado, junto con el fascismo, de la libertad se desplomaba por efecto de su fracaso económico y social, sus injusticias y sus crímenes. Una vez más, la democracia aparecía como el único modelo capaz de generar la coexistencia en la diversidad, en el seno de las sociedades, y de producir desarrollo, riqueza y oportunidades dentro de un sistema de respeto a los derechos humanos, legalidad y libertad. Francis Fukuyama encarnó ese espíritu hablando de “el fin de la historia”, una etapa en que, superadas las grandes contradicciones entre países e ideologías, poco a poco se establecería un consenso general a favor de la democracia que no se vería perturbado por los fanáticos de izquierda o de derecha, reducidos a minorías insignificantes.
Era pecar de optimismo una vez más. Al mismo tiempo que esta irreal profecía provocaba una polémica internacional, en el Medio y el Extremo Oriente un nuevo desafío implacable contra la cultura de la libertad se hacía presente, encarnado en el integrismo islamista, que llevaría su mensaje de odio al corazón mismo de Estados Unidos, Londres, Madrid y otras ciudades europeas, llenando las calles de millares de muertos inocentes e inaugurando un período de terrorismo internacional que tomó por sorpresa a todo el Occidente. Los atentados se extendieron luego por África, Oriente Medio y Asia, dejando en ciudades como Nairobi, Dar Es Saalam, Yebra, Mombasa, Casablanca, Sharm el-Sheij, Dahab, Kampala, Bali, Islamabad y prácticamente en todas las ciudades de Iraq y Afganistán montañas de cadáveres (conviene precisar que el número de víctimas del integrismo islamista ha sido mucho mayor entre los musulmanes que entre los cultores de otras religiones y en los no creyentes).
Pronto el mundo libre descubriría que los tentáculos de Al Qaeda y los grupúsculos afines tenían infiltrados en sus propias comunidades y que contaban con cómplices en el seno de familias inmigrantes, a veces de segunda y hasta tercera generación. Los antiguos monstruos estaban vivos y coleando, aunque ahora no dispusieran de grandes ejércitos. No los necesitaban. Su estrategia de acoso y derribo de la democracia contaba con un arma novedosa y dificilísima de combatir: el terrorista suicida.
Ha existido desde la noche de los tiempos, pero, incluso en el Japón, donde morir matando en honor del Emperador fue practicado por muchos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, se trató por lo común de casos aislados, incapaces de hacer variar por sí mismos el curso de una guerra. El terrorista suicida moderno, tal como lo hemos visto operar en Iraq, luego de la invasión que derrocó al régimen de Sadam Hussein, y lo estamos viendo actuar ahora en Pakistán y Afganistán, es algo sin precedentes: un instrumento central de la estrategia diseñada por Bin Laden y sus aliados. No consiste en infligir una derrota militar al Gran Satán (Estados Unidos), sino en irlo socavando mediante atentados contra víctimas inocentes y locales civiles, que siembran la inseguridad y el pánico, desordenan el funcionamiento de las instituciones y llevan a los gobiernos, desconcertados ante esa guerra solapada, hecha de golpes súbitos a blancos inesperados, a tomar medidas de seguridad que a veces contradicen de manera flagrante los más caros principios democráticos y violan una de las mayores conquistas de la cultura de la libertad, como son los derechos humanos. Lo ocurrido en Guantánamo o en la cárcel de Abu Graib, en Iraq, con los prisioneros sospechosos de colaborar con el terror, son solo dos ominosos ejemplos, entre muchos otros, de cómo la estrategia de Osama Bin Laden va dando resultados.
El terrorista suicida es un arma muy difícil de combatir en una sociedad abierta, donde las leyes se respetan, así como las garantías individuales y los derechos humanos, y donde críticas, doctrinas e ideas se expresan libremente. Puede permanecer desapercibido, infiltrarse y desaparecer entre las gentes comunes y corrientes, preparar sus atentados con una infraestructura mínima y escoger su blanco y su momento con comodidad. La capacidad de destrucción de quien no le importa morir matando es inmensa, ya que esta disposición, insólita para sus adversarios, lo hace poco menos que invisible para estos hasta el instante mismo de provocar el cataclismo. Por lo pronto, puede moverse con facilidad por los lugares donde va a cometer su inmolación, lugares que jamás podrían estar protegidos en su totalidad. No hay manera de que un gobierno esté en condiciones de rodear de vigilancia estricta todos los lugares públicos de un país o una ciudad entera.
De otro lado, el desarrollo espectacular de la tecnología bélica, que permite en nuestros días que artefactos pequeños y manuables causen más estragos que antaño toda una unidad de artillería, facilita enormemente la tarea del terrorista. Hemos visto casos tan sorprendentes como materiales inflamables capaces de incendiar un avión, escondidos en el polvo de los zapatos de un suicida potencial. Dentro de la loca carrera de la especie humana hacia la muerte, no es imposible que lleguemos pronto a la aparición de armas atómicas portátiles.
El blanco del terrorista suicida no es, por lo común, un objetivo militar, que suele contar con sistemas de protección avanzados. Son objetivos civiles, que concentran gran número de personas, edificios públicos, estaciones de metro o de tren, aviones de pasajeros, mercados, centros deportivos. El terrorista suicida no pretende ganar una guerra, ni siquiera debilitar el aparato militar de su enemigo. Quiere aterrorizar a la población civil, sembrar la confusión y el caos, de manera que, presionados por una opinión pública insegura y encolerizada, que exige mano firme a sus gobiernos, estos conviertan a la seguridad en la primera de sus obligaciones, sacrificándole las otras. Esto ha significado, para las instituciones públicas y las compañías privadas, una multiplicación vertiginosa de gastos y de personal en sistemas de detección de armas y metales en lugares de trabajo y reunión, almacenes, bibliotecas, estadios, lugares de diversión, dificultando el transporte y perturbando la vida cotidiana a extremos, a veces, de pesadilla para la mayoría de la población.
La consecuencia más grave de la amenaza del terrorismo suicida que planea hoy sobre el Occidente democrático y liberal, es que este, en sus esfuerzos por defenderse contra la repetición de matanzas como las de las Torres Gemelas de Manhattan o la Estación de Atocha de Madrid, va renunciando a las grandes conquistas de la cultura de la libertad, reduciendo o aboliendo los derechos que garantizan la privacidad, el principio de que nadie es culpable mientras no se demuestre judicialmente que lo es, la prohibición de la tortura, el hábeas corpus, el secreto bancario, el derecho de crítica, la libertad de expresión, y confiriendo a los cuerpos militares y policiales de inteligencia, especializados en la lucha antiterrorista, un poder que escapa parcial o totalmente al control de los órganos representativos del Estado de derecho como el Parlamento y el Poder Judicial. Mediante amenazas y chantajes, el terrorismo pretende, y por desgracia a menudo consigue, intimidar a autoridades y órganos de prensa para que renuncien a su libertad de información y de crítica y a veces a la simple verdad, a fin de no ser víctimas de represalias, como se vio con el episodio de las caricaturas de Mahoma publicadas en un periódico de Dinamarca.
¡Qué extraordinaria victoria para los líderes integristas, que lanzan a sus fanáticos enfardelados de explosivos contra muchedumbres inermes, ver cómo las democracias van dejando de ser demócratas con el argumento de que la única manera de defender la libertad es conculcándola y dando pasos que las acercan, cada día más, a los regímenes autoritarios!
New York, noviembre del 2010
(*) Escritor. Premio Nobel de Literatura 2010
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