La civilización más antigua de América floreció hace unos cuatro mil o cinco mil años y ha dejado unos testimonios impresionantes de su complejidad y poderío a unos doscientos kilómetros al norte de Lima. Nunca sabremos cómo la llamaban y se llamaban entre sí sus pobladores, pues el nombre con que ahora se la conoce –Caral– apareció seguramente en la región muchos siglos después de que aquella notable sociedad se hubiera extinguido tan brusca y misteriosamente, como ocurrió en América Central con la civilización maya.
Cuando la arqueóloga Ruth Shady Solís llegó hasta aquí, en 1993, y se instaló a vivir en una carpa para iniciar sus investigaciones, esta gigantesca explanada salpicada de colinas (que en verdad eran adoratorios y templos) y cercada por los contrafuertes color tierra de las estribaciones de la Cordillera de los Andes debía parecer un paisaje lunar. Imponente y bellísimo, eso sí, con su profundo silencio, su soledad, sus piedras milenarias y la miríada de estrellas chisporroteantes iluminando las noches despejadas. Durante mucho tiempo, sus únicos compañeros fueron los zorros, las lagartijas y alguna que otra culebra del desierto.
Ruth no fue el primer arqueólogo en saber que la zona de Supe-Barranca-Pativilca del litoral peruano escondía restos arqueológicos. Existía un catastro que, desde años atrás, lo señalaba. Pero lo que ni ella, ni nadie, podía sospechar era la magnitud de las construcciones –templos, sepulturas, plazas, anfiteatros, altares– enterrados en aquel páramo y, mucho menos, su milenaria antigüedad.
Algún día se escribirá una biografía de Ruth Shady Solís y, aunque todo lo que en ella se cuente sea estricta verdad, se leerá con el hechizo que se leen las buenas novelas. Su padre era un judío centro-europeo que llegó al Perú huyendo de las persecuciones antisemitas, un hombre culto y apasionado del pasado y de las piedras cargadas de historia, que la llevaba de niña a recorrer los monumentos prehispánicos de los alrededores de Lima y, más tarde, del resto del Perú. Su vocación por la arqueología fue, pues, precoz. Estudió en San Marcos. En los años ochenta hacía trabajo de campo en Bagua, una región amazónica que por aquella época se vio ensangrentada por las acciones terroristas y antiterroristas que causaron estragos entre las comunidades nativas. Ruth debió dejar Bagua, muy a su pesar, y estuvo un tiempo vacilando entre distintos lugares donde concentrar su trabajo. El día que eligió Caral, se encontró con su destino, como diría Borges.
Diecisiete años después, se puede decir que ella ha protagonizado la más extraordinaria aventura que puede vivir un arqueólogo: haber sacado a la luz, de cabo a rabo, toda una civilización, de un elaborado refinamiento en su organización social y económica y en su destreza constructora, que ha añadido algunos miles de años de historia al continente americano. Porque los templos y las murallas de Caral, sus pirámides, sus plazas circulares y sus entierros y depósitos se extienden por un espacio considerable: unos 300 kms. de ancho por 400 kms. de largo. Su apogeo es contemporáneo del Egipto de los faraones, las ciudades sumerias de Mesopotamia y unos 1800 años anterior al de los mayas.
No solo fue suerte y oportunidad lo que le permitió esta formidable hazaña creativa. También, y acaso sobre todo, perseverancia, fe, pasión, y un espíritu pragmático que, enriquecido por una vocación vivida como una mística, permitieron a Ruth ir venciendo los innumerables obstáculos que jalonaron estos diecisiete años. Ella es una persona discreta y no se jacta de sus logros. Pero basta escucharla explicar lo que se ha podido saber de la civilización Caral –su aguzado espíritu comercial y de intercambios con todo su entorno, el protagonismo de la mujer en la vida social, su ingeniosa manera de servirse del medio ambiente adaptándose a él sin depredarlo– para sentir la energía que la anima. Es algo que Ruth ha sabido contagiar a sus colaboradores, una veintena de arqueólogos, hombres y mujeres jóvenes en su mayoría, que transpiran entusiasmo y cuyos esfuerzos han convertido estas ruinas en uno de los lugares más interesantes y bellos del Perú. Pues, ahora, hay en Caral centros de información, laboratorios, tiendas, librerías, comercios de objetos folclóricos y guías para turistas, construidos con buen gusto y perfecta adecuación al paisaje. Gracias a acuerdos suscritos con diversas universidades del mundo, científicos de muchos lugares vienen a participar en los trabajos e investigaciones que continúan en toda la región. El día que yo estuve allí, llegaba una vasta delegación de japoneses.
Entre los percances que debió vencer Ruth en estos diecisiete años consagrados a Caral figura una emboscada a la camioneta en que ella venía de la costa, acompañada de un chofer, con el dinero de la planilla para los trabajadores. La pandilla de asaltantes había bloqueado la trocha con pedruscos. Recibió al vehículo con una lluvia de balas. Ruth ordenó a gritos al conductor que no se detuviera. La camioneta consiguió franquear las piedras dando bandazos y escapar. Pero tanto Ruth como el chofer recibieron disparos en el cuerpo y llegaron al hospital desangrándose. Ocurrió en el año 2003 y el jefe de la banda de los frustrados forajidos, apodado “Orejas”, anda todavía suelto, cebando su gran panza cervecera en los bares de Supe y de Huacho. A quien quiera escucharlo acostumbra decir que con los dólares que lleva en el bolsillo no hay policía ni juez que lo ponga entre rejas. Ahora, esos sobresaltos son anécdotas que Ruth comparte con los amigos, pero no debieron ser divertidos cuando los padeció. Ellos dan apenas un indicio de todas las pruebas que la arqueóloga de Caral debió enfrentar para sacar adelante su magna obra.
Hay gente que tiene una fértil imaginación arqueológica, que fácilmente le permite reconstruir, a partir de los restos y vestigios desenterrados por los arqueólogos, los palacios, los puentes, los templos y las plazas que alguna vez fueron, y las costumbres de los hombres y mujeres que los habitaron. Yo carezco de esa aptitud. A mí me cuesta llevar a cabo esa restitución de lo ido y, por eso, las ruinas arqueológicas me suelen dejar indiferente y aburrirme. A no ser que la belleza del entorno natural sea un atractivo suplementario al histórico, como ocurre en Machu Picchu.
Pero, en la visita a Caral, me he sentido no solo interesado, también conmovido. Tal vez porque el paisaje en que se alzan los templos, hecho de desiertos y montañas peladas, es sobrecogedor y deslumbrante, un gran estímulo para la imaginación. Tal vez porque las construcciones desenterradas están en buen estado y facilitan al visitante concebir más fácilmente que otras aquellos ritos y funciones para las que sirvieron. O tal vez por la vivacidad y el amor con que Ruth Shady Solís nos va informando –indiferente al destemplado sol que taladra los cráneos de los visitantes– sobre aquellos antiquísimos ancestros. Eran gente bastante atractiva, a primera vista. No parecían tener una inclinación preferencial por la guerra y la matanza, porque casi no figuran las armas entre los utensilios que colocaron en sus entierros. Practicaban los sacrificios humanos, desde luego, pero, al parecer, de manera esporádica. De otro lado, su sentido musical debía ser muy desarrollado, a juzgar por las delicadas cornetas y flautas traversas de hueso de auquénidos y de venados que se han encontrado a orillas del gran anfiteatro circular –el círculo y la espiral son figuras constantes de su arquitectura– que preside la ronda de pirámides de Caral.
Me despido de este lugar sin esa anticipada melancolía que suele embargarnos al partir de un lugar hermoso y hospitalario. Porque tengo la absoluta certeza de que volveré aquí muchas veces todavía.
Lima, febrero del 2011
(*) Escritor. Premio Nobel 2010
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