La civilización más antigua de América floreció hace unos cuatro mil o cinco mil años y ha dejado unos testimonios impresionantes de su complejidad y poderío a unos doscientos kilómetros al norte de Lima. Nunca sabremos cómo la llamaban y se llamaban entre sí sus pobladores, pues el nombre con que ahora se la conoce –Caral– apareció seguramente en la región muchos siglos después de que aquella notable sociedad se hubiera extinguido tan brusca y misteriosamente, como ocurrió en América Central con la civilización maya.
Cuando la arqueóloga Ruth Shady Solís llegó hasta aquí, en 1993, y se instaló a vivir en una carpa para iniciar sus investigaciones, esta gigantesca explanada salpicada de colinas (que en verdad eran adoratorios y templos) y cercada por los contrafuertes color tierra de las estribaciones de la Cordillera de los Andes debía parecer un paisaje lunar. Imponente y bellísimo, eso sí, con su profundo silencio, su soledad, sus piedras milenarias y la miríada de estrellas chisporroteantes iluminando las noches despejadas. Durante mucho tiempo, sus únicos compañeros fueron los zorros, las lagartijas y alguna que otra culebra del desierto.