
El texto, propuesto originalmente por Pakistán a nombre de la Organización de la Conferencia Islámica (OIC), incurre en una serie de problemas conceptuales. En principio, obviando los tratados, la doctrina y la jurisprudencia del derecho internacional, concibe como sujeto no a la persona humana, sino a la religión. Ello es un error craso. Pues los derechos humanos buscan proteger a los individuos del abuso de sus Estados, no a los conjuntos de ideas frente a las críticas que puedan merecer o no.
La idea de difamación resulta también espuria en este contexto. Las personas son quienes tienen derecho a no ser difamadas, es decir, a que no se menoscabe sin prueba su reputación. Para aplicarse este concepto a las religiones, deberíamos conceder que cuentan con reputación, cosa que, en sentido estricto y no metafórico, no ocurre. Hay, pues, otro error categorial.

Ahora bien, dado que los DDHH se aplican a todos los sujetos por igual, si se pretende que la religión sea finalmente un sujeto de derecho, entonces, en tanto conjunto de afirmaciones sobre la experiencia y el mundo, toda la protección que se le otorgue deberá otorgarse también a otros conjuntos de afirmaciones de este tipo. Así, si no se puede criticar a la religión, tampoco debería poder hacerse lo propio con ninguna teoría científica o ideología política, por ejemplo.
Esta resolución no constituye un avance en materia de DDHH. Se trata, más bien, de un retroceso, ya que acatarla conlleva al recorte de la libertad de expresión y de prácticas fundamentales de la democracia tales como el cuestionamiento o debate público de las ideas.
Es de lamentar que, con la sola excepción de Chile, los países latinoamericanos permitieran con su silencio –como es el caso de Argentina, Brasil, México y Uruguay– o de modo directo –como Bolivia, Cuba y Nicaragua– que este documento se imponga.
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