No es fácil. Se trata de un ejercicio que contradice las órdenes del cerebro. Requiere extrema concentración y uno siempre está expuesto a meter la pata. Consiste en decir una cosa poniendo cara de estar diciendo otra. No para engañar al interlocutor sino para burlar a quienes están evaluando tu trabajo. Yo, que me declaro incapaz de tal hazaña en la actualidad, lo hice de joven aferrado a la profunda convicción de que ese era mi deber moral. Tenía 23 años y estaba cumpliendo con la patria.
Bueno, eso es lo que nos decían los jefes. Mi impresión, en ese momento, era que estaba perdiendo tristemente el tiempo. Vestido de soldadito, tardíamente incorporado al Ejército argentino, había sido asignado al Distrito Militar 33 para cooperar en tareas de oficina. Algo en mí le sugirió al coronel que lideraba esa oficina que yo era ideal para reclutar voluntarios. Idea realmente tonta la de creer que alguien que está por obligación y contra su voluntad va a convencer a otros para que ingresen a aquello que, por entonces, yo veía como el más grande suplicio de mi existencia. Nadie consideró ese aspecto y, de la noche a la mañana, comencé a recibir varios humildes muchachitos por día con la tarea de convencerlos sobre el feliz destino que les esperaba si aceptaban sumarse a las filas del Ejército argentino. Ahí fue donde comencé a experimentar el desafío que menciono al inicio de la nota. No saben lo difícil que me resultaba poner una cara beatífica para, en lugar de decir “este es tu lugar, aquí está tu futuro, no le falles a tu país”, decir: “Qué hacés acá, pibe; estás loco, esto es el infierno, tomátelas, rajá (huye en argentino cotidiano), olvidate para siempre que viniste”. Y, luego, “sonreí boludo, mové la cabeza diciendo sí y, cuando te vayas, decí en voz alta: Entonces vuelvo la semana que viene”. Algunos lo pescaban al vuelo, entraban en el juego y hacían las cosas con tal perfección que hasta el sargento que me supervisaba sonreía por mi eficiencia. Otros parecían desconcertados y ponían en peligro no solo mi trabajo de oficina sino mi libertad. Si me descubrían, no me salvaba de una o dos semanas de calabozo ni con la ayuda de la Virgen de Luján, patrona del Ejército argentino (eso creo, al menos). Debo de haber actuado bien pues nunca me riñeron, aunque sí se extrañaron mucho de que, a pesar de las entusiastas despedidas, nadie regresara. A la semana me reemplazaron por alguien “que no habla tan bien como vos”, pero que tenía una arraigada vocación para la carrera militar.
Vista a la distancia, aquella experiencia del servicio militar obligatorio me enseñó a ver la cara oculta de la Luna. Es decir, a comprender algunas de las razones que movían a quienes yo veía como habitantes de la irracionalidad. No me convencieron, pero me ayudaron a crecer. Y aunque, más tarde, mis impresiones sobre ese mismo ejército empeoraron, nunca dudé que algunos de los superiores que fueron mis amigos estaban sintiendo el mismo dolor que yo al ver que sus pares habían enjaulado al país en una siniestra dictadura.
Bueno, eso es lo que nos decían los jefes. Mi impresión, en ese momento, era que estaba perdiendo tristemente el tiempo. Vestido de soldadito, tardíamente incorporado al Ejército argentino, había sido asignado al Distrito Militar 33 para cooperar en tareas de oficina. Algo en mí le sugirió al coronel que lideraba esa oficina que yo era ideal para reclutar voluntarios. Idea realmente tonta la de creer que alguien que está por obligación y contra su voluntad va a convencer a otros para que ingresen a aquello que, por entonces, yo veía como el más grande suplicio de mi existencia. Nadie consideró ese aspecto y, de la noche a la mañana, comencé a recibir varios humildes muchachitos por día con la tarea de convencerlos sobre el feliz destino que les esperaba si aceptaban sumarse a las filas del Ejército argentino. Ahí fue donde comencé a experimentar el desafío que menciono al inicio de la nota. No saben lo difícil que me resultaba poner una cara beatífica para, en lugar de decir “este es tu lugar, aquí está tu futuro, no le falles a tu país”, decir: “Qué hacés acá, pibe; estás loco, esto es el infierno, tomátelas, rajá (huye en argentino cotidiano), olvidate para siempre que viniste”. Y, luego, “sonreí boludo, mové la cabeza diciendo sí y, cuando te vayas, decí en voz alta: Entonces vuelvo la semana que viene”. Algunos lo pescaban al vuelo, entraban en el juego y hacían las cosas con tal perfección que hasta el sargento que me supervisaba sonreía por mi eficiencia. Otros parecían desconcertados y ponían en peligro no solo mi trabajo de oficina sino mi libertad. Si me descubrían, no me salvaba de una o dos semanas de calabozo ni con la ayuda de la Virgen de Luján, patrona del Ejército argentino (eso creo, al menos). Debo de haber actuado bien pues nunca me riñeron, aunque sí se extrañaron mucho de que, a pesar de las entusiastas despedidas, nadie regresara. A la semana me reemplazaron por alguien “que no habla tan bien como vos”, pero que tenía una arraigada vocación para la carrera militar.
Vista a la distancia, aquella experiencia del servicio militar obligatorio me enseñó a ver la cara oculta de la Luna. Es decir, a comprender algunas de las razones que movían a quienes yo veía como habitantes de la irracionalidad. No me convencieron, pero me ayudaron a crecer. Y aunque, más tarde, mis impresiones sobre ese mismo ejército empeoraron, nunca dudé que algunos de los superiores que fueron mis amigos estaban sintiendo el mismo dolor que yo al ver que sus pares habían enjaulado al país en una siniestra dictadura.
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