Disfrutamos en el colegio secundario de una profesora de Lógica que, además de tener un gato que se llamaba Parménides, logró despertarnos el entusiasmo por esta disciplina. De ella escuché, por primera vez, nombres de filósofos y escritores que luego admiré y me quedó una sentencia que, anoche exactamente, Borges me devolvió a la memoria. La sentencia es latina y afirma: “Esse est percipi”, que, según mi profesora, significaba: “Ser es ser percibido” y, según Borges, con todas las licencias que él se permitía: “Ser es ser retratado”, para luego agregar, hablando desde el futuro, que ese era “el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo”.
Y, dice el escritor argentino refiriéndose al tiempo en el que le tocó vivir, que también es nuestro tiempo, “las palabras y las letras impresas eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero”. Y, allí, aquel viejo inmortal a pesar suyo, que solía saludar dictadores y festejar ciertas facetas nefastas del orden establecido, revela lo que, a mi modo de ver, constituye uno de los dramas que más intensamente falsea la democracia.
Y ese drama es, como ya lo habrán adivinado, la invención cotidiana, por parte de la prensa –maridada con el poder económico–, de una realidad que responde a intereses coyunturales y no a lo que objetivamente ocurre. Una prensa que no razona, solo racionaliza. Es decir, busca argumentos que justifiquen su profesión de fe. Que sean ciertos o lógicos poco importa.
Importa sí que sean convincentes. Importa que reafirmen la fe de los ciudadanos acríticos que esa prensa ha fabricado en principios y métodos que, de ser repensados con la mente incontaminada, los llevarían a conclusiones que bien podrían estar en las antípodas de aquello que en la actualidad defienden como si en ello se les fuera la vida.
El término libertad, prostituido como pocos, solo sería correctamente usado por los ideólogos, soportes y corifeos del sistema, si le agregaran la palabra mercado. Cuando hablan de libertad, hablan, en realidad, de libertad de mercado. Solo al interior de esa opción, pareciera, el hombre puede plasmar su vocación más profunda y alcanzar la dimensión que quizá le esté reservada. Erich Fromm decía: “El sistema ser humano no funciona correctamente si solo se satisfacen sus necesidades materiales, y no aquellas necesidades y aptitudes que le son propias, específicamente humanas, como el amor, la ternura, la razón y la alegría”. Para lo “específicamente humano” no hay mercado que valga.
La otra cara del drama que produce el pensamiento único es el empobrecimiento intelectual. La desidia que impulsa para tratar de aprehender la realidad desde una óptica que no sea complaciente con la versión oficial. La trampa consiste en que, a diferencia de los sistemas abiertamente totalitarios, el producto se presenta en empaques coloridos, y aparentemente diferentes, y las promesas se ejemplifican con sociedades cuyo nivel de consumo jamás podremos igualar pues para ello harían falta, mínimo, tres planetas Tierra.
Y, dice el escritor argentino refiriéndose al tiempo en el que le tocó vivir, que también es nuestro tiempo, “las palabras y las letras impresas eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero”. Y, allí, aquel viejo inmortal a pesar suyo, que solía saludar dictadores y festejar ciertas facetas nefastas del orden establecido, revela lo que, a mi modo de ver, constituye uno de los dramas que más intensamente falsea la democracia.
Y ese drama es, como ya lo habrán adivinado, la invención cotidiana, por parte de la prensa –maridada con el poder económico–, de una realidad que responde a intereses coyunturales y no a lo que objetivamente ocurre. Una prensa que no razona, solo racionaliza. Es decir, busca argumentos que justifiquen su profesión de fe. Que sean ciertos o lógicos poco importa.
Importa sí que sean convincentes. Importa que reafirmen la fe de los ciudadanos acríticos que esa prensa ha fabricado en principios y métodos que, de ser repensados con la mente incontaminada, los llevarían a conclusiones que bien podrían estar en las antípodas de aquello que en la actualidad defienden como si en ello se les fuera la vida.
El término libertad, prostituido como pocos, solo sería correctamente usado por los ideólogos, soportes y corifeos del sistema, si le agregaran la palabra mercado. Cuando hablan de libertad, hablan, en realidad, de libertad de mercado. Solo al interior de esa opción, pareciera, el hombre puede plasmar su vocación más profunda y alcanzar la dimensión que quizá le esté reservada. Erich Fromm decía: “El sistema ser humano no funciona correctamente si solo se satisfacen sus necesidades materiales, y no aquellas necesidades y aptitudes que le son propias, específicamente humanas, como el amor, la ternura, la razón y la alegría”. Para lo “específicamente humano” no hay mercado que valga.
La otra cara del drama que produce el pensamiento único es el empobrecimiento intelectual. La desidia que impulsa para tratar de aprehender la realidad desde una óptica que no sea complaciente con la versión oficial. La trampa consiste en que, a diferencia de los sistemas abiertamente totalitarios, el producto se presenta en empaques coloridos, y aparentemente diferentes, y las promesas se ejemplifican con sociedades cuyo nivel de consumo jamás podremos igualar pues para ello harían falta, mínimo, tres planetas Tierra.
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