viernes, 24 de octubre de 2008

RAFO LEÓN: "CONCIERTO CONTRASTE"


MAL DE MUCHOS

Concierto contraste

Rafo León

Junto con las alitas de pollo al sillao, una de las cosas que más me gusta en el mundo es ir a los conciertos de la Sociedad Filarmónica (SF). Lo hago desde que estaba en mis primeros años universitarios, cuando esas joyitas de presentación se hacían en el antiguo cine Pacífico, antes de que lo dividieran en pedacitos para volverlo multicine. Desde hace más de treinta años es el auditorio del colegio Santa Úrsula el que ofrece los 12 conciertos anuales de la SF y de hecho hago lo posible por seguir yendo a disfrutarlos. Y no solo porque los grupos de cámara que vienen son de lo mejor que hay en el planeta. También por el público que asiste. Me explico.

A los conciertos de la Sociedad Filarmónica suelen ir limeños (as) de base cinco para arriba; desde que yo tenía 18 años veo casi los mismos rostros, personas cultas, educadas, discretas, que saben dónde están y para qué vinieron. Jamás se ha escuchado el timbre de un celular en la platea, tampoco la catarata de insoportable ruido electrónico de un RPM en el intermedio. Cuando se está sentado en un concierto de la SF, o estirando las piernas antes de que comience la segunda parte, uno puede imaginarse viviendo en un país sensato, con una derecha ilustrada, tolerante y tratable y vis a vis, con una izquierda, centro, arriba, abajo, atrás y adelante, iguales de equilibrados, cada quien con sus propios intereses, pero compartiendo algo, coexistiendo, remando en el mismo sentido.

Pero una vez que se acaba el concierto, como en el cuento de Cenicienta, la carroza vuelve a ser un zapallo loche. Y no porque quienes minutos antes nos elevábamos con Bartok, a la salida nos volvamos unos sicarios asesinos, no. Me refiero a que, dejando el Santa Úrsula, al día siguiente, hay que enfrentar a los limeños realmente existentes, con sus pésimos modales, su arrogancia y su intolerancia. Eso fue exactamente lo que me ocurrió un mes atrás. El miércoles siguiente a un hermoso concierto, llama a mi casa una limeñisísima a las siete de la mañana, y tiene a mi esposa por más de diez minutos en el teléfono contándole frusilerías que nadie le preguntó. Cuando supo que yo estaba en el gimnasio, llamó a mi celular y yo contesté en el vestidor casi en pelotas. En quince minutos, y sin saludarme, me contó que se iba de viaje a tal lugar y que quería que le diera los datos de hospedaje, restaurantes, tiendas, museos y no sé qué más. Ojo, aclaro, a la limeñisísima en mención la conozco apenas de vista, o de cruzar un saludo. ¿Cómo consiguió mi número de celular? Habrá que preguntarle a Petro-Tech, pero ese es otro asunto. Bueno, en esa conversación telefónica cometí el error de darle a la doña mi correo para que me hiciera el pedido por escrito y así responderlo mejor, y claro, ansioso como soy, a las diez de esa mañana ella ya tenía resuelto su viaje y, modestia aparte, con datos de privilegio.

¿Cree el lector que la limeñisísima siquiera tuvo el decoro de responder a mi correo con un "gracias"? ¿O volver a llamarme por teléfono con el ímpetu con el que había tenido a mi esposa pendiente de sus naderías cuando el sol recién salía? (Aunque bien pensado, felizmente no reincidió en esto de llamar, pero como se dice en Lima, "es el hecho"). Nada, ahorita la señorona debe estar disfrutando en Estoril con mis datos y referencias, y yo esperaré hasta mi muerte a que me traiga una botella de vino verde. Cuento el caso de la limeñisísima no solo para contrastar su ordinariez con la educación con que se mueven los limeños (as) en los conciertos de la Sociedad Filarmónica. Pero también, como una muestra de que estar en los mejores colegios, recibir lo más preciado que una sociedad puede darle a alguien, viajar por el mundo entero y dominar idiomas, no garantizan nada en este planeta que va a contramano del sistema solar y que se llama Lima. Donde sus extraños lugareños tratan a los mozos del restaurante como si fueran sus esclavos, mientras comen peruanísimas ensaladas de trucha del Mantaro con olluquitos del Urubamba en salsa de culantro a la moda de Chepén. Los hay bienportados, pero, también, muy corrientes. Limeños son, que vuelvan al colegio.

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