El verbo relativizar siempre me ha parecido un fantástico auxiliar de la razón. Sobre todo en un mundo como el actual donde, junto a todas las miserias morales de las que somos capaces los seres humanos, asistimos a una sucesión interminable de hallazgos y creaciones en todos los campos del saber. Relativizar sirve para poner en contexto nuestra situación en el mundo, el valor de nuestras creencias, la importancia de nuestra sujeción a los bienes materiales, muchas de nuestras conductas deformadas por la codicia, la soberbia, el egoísmo o el etnocentrismo. Saber, por ejemplo, que los astrónomos han confirmado que la luz de una estrella que explotó hace 13,000 millones de años es el objeto cósmico más lejano jamás captado, puede ser un buen motivo para reflexionar sobre la brevedad de nuestra existencia y la natural inconsistencia de nuestras ambiciones. Si pensamos, además, que dicha estrella murió 630 millones de años después del Big Bang, y que este ocurrió hace 14,500 millones de años, encontraremos una saludable justificación para aprovechar nuestro tránsito terrestre sin dejarnos atrapar por odios u obsesiones cuya duración en el tiempo es casi idéntica a la de esos insectos que nacen por la mañana y mueren al atardecer del mismo día.
Antes el mar, frente el cual todo era pequeño, me servía para ejercitarme en relativizar mis penas. Un par de horas frente al “agua grande” –como le llamaba al océano una vieja cocinera brasileña de mis amigos paulistas–, me servía para ordenar la estantería de mis aflicciones y deseos. Ponía en orden mis neuronas y volvía a la lucha como creyente recién confesado. Hoy el espacio ha reemplazado al mar. Leer informaciones como la que acabo de comentar, no solo relativiza mis próximos y ridículos 70 años, sino que me produce una suerte de temblor cósmico que me hace sentir que la vida de cada uno de nosotros es un breve instante de conciencia, destinado a fundirse en esa suerte de matrimonio entre la eternidad y el infinito, que algunos llaman Dios y otros Nada.
Poca importancia tiene su nombre. Lo único que debiera importarnos es no perder la capacidad para ser conscientes que somos, como personas, como sociedades, como naciones, como planeta, como galaxia, una parte ínfima, materialmente insignificante, de una estructura mayor que quizá, algún día, el cerebro humano pueda descifrar. A esos esfuerzos, que nos darán respuestas a interrogantes sobre los que hoy ni siquiera tenemos las preguntas, debiéramos dirigir nuestra energía, en vez de desgastarla malamente en luchas minúsculas por el poder u obsesiones absurdas por la figuración, el dinero o el estatus. Esa es la medida de nuestra humanidad.
Relativizar conduce a la liberación de nuestras dependencias. No es fácil renunciar a las apetencias que la sociedad y la cultura han sembrado en nosotros, pero vale la pena intentarlo en aras de una vida que, por menos egocéntrica, será, sin duda alguna, más feliz, más plena, más solidaria.
Antes el mar, frente el cual todo era pequeño, me servía para ejercitarme en relativizar mis penas. Un par de horas frente al “agua grande” –como le llamaba al océano una vieja cocinera brasileña de mis amigos paulistas–, me servía para ordenar la estantería de mis aflicciones y deseos. Ponía en orden mis neuronas y volvía a la lucha como creyente recién confesado. Hoy el espacio ha reemplazado al mar. Leer informaciones como la que acabo de comentar, no solo relativiza mis próximos y ridículos 70 años, sino que me produce una suerte de temblor cósmico que me hace sentir que la vida de cada uno de nosotros es un breve instante de conciencia, destinado a fundirse en esa suerte de matrimonio entre la eternidad y el infinito, que algunos llaman Dios y otros Nada.
Poca importancia tiene su nombre. Lo único que debiera importarnos es no perder la capacidad para ser conscientes que somos, como personas, como sociedades, como naciones, como planeta, como galaxia, una parte ínfima, materialmente insignificante, de una estructura mayor que quizá, algún día, el cerebro humano pueda descifrar. A esos esfuerzos, que nos darán respuestas a interrogantes sobre los que hoy ni siquiera tenemos las preguntas, debiéramos dirigir nuestra energía, en vez de desgastarla malamente en luchas minúsculas por el poder u obsesiones absurdas por la figuración, el dinero o el estatus. Esa es la medida de nuestra humanidad.
Relativizar conduce a la liberación de nuestras dependencias. No es fácil renunciar a las apetencias que la sociedad y la cultura han sembrado en nosotros, pero vale la pena intentarlo en aras de una vida que, por menos egocéntrica, será, sin duda alguna, más feliz, más plena, más solidaria.
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