COLUMNA EN CONSTRUCCIÓN
Los debates en torno al anticonceptivo oral de emergencia han desprestigiado al Tribunal Constitucional por la forma cómo ha cambiado de posición sin fundamentar su viraje, justamente cuando se encuentra bajo fuego –recuérdese la propuesta lanzada por el presidente del PJ, Javier Villa Stein, para eliminarlo–. Este tema, y el del aborto en circunstancias extremas, vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de la relación entre la ciencia y la fe.
Más allá del aborto y el AOE, la iglesia se opone a toda forma de control de la natalidad. Según su opinión (fundada en la “ley natural”, añadiría el cardenal Cipriani), cualquier forma de prevenir los embarazos que no sea el “método del ritmo” (la iglesia ya no habla mucho sobre él, supongo que por los reclamos de millones de fieles que realmente creyeron que se trataba de un método anticonceptivo) está contra la voluntad de Dios.
Imagino que el texto bíblico que será traído a colación es aquel del Génesis en que Dios dispone que los hombres y mujeres se multipliquen y pueblen la Tierra. Pero sería bueno recordar que el mandato de “creced y multiplicaos” fue dado a Noé cuando toda la humanidad equivalía a él y su familia. Desde entonces algunas cosas han cambiado. Según estudios de demografía histórica, durante toda la historia de la humanidad han vivido aproximadamente 60 mil millones de seres humanos. De ese total, la población actual, de la que formamos parte, asciende, según los últimos datos, a unos 6,800 millones. Constituimos pues el 11.3% del total de los seres humanos que han poblado la Tierra en toda la historia, y la continuación del crecimiento de la población humana a este ritmo haría sencillamente imposible la continuidad de la vida en el planeta.
Cuando se habla del desastre ecológico que hoy enfrentamos se piensa en la contaminación de la atmósfera y el efecto invernadero, pero suele perderse de vista cómo estos están relacionados con la creciente demanda de recursos alimenticios y energéticos que plantea una población mundial en continuo crecimiento. Nuestra necesidad de más y más recursos depreda la Tierra: ya estamos asistiendo a la desaparición de las selvas del mundo al mismo tiempo que la desertificación avanza, mientras destruimos el hábitat de miles de especies que condenamos a la extinción.
No se trata de discutir si debemos limitar el crecimiento de la población, sino de cuánto tiempo esperará la iglesia para tomar esa decisión inevitable. Aun si esta generación no lo hiciera, las próximas tendrán que hacerlo, pero en un planeta que estará en una situación mucho más grave, por nuestra responsabilidad.
La “ley natural” que suele invocarse contra el control de la natalidad decía también que la Tierra era el centro del Universo; por ponerlo en duda Galileo casi fue quemado vivo. Al Vaticano le tomó 500 años reconocer que en este caso la ciencia tenía razón frente a la fe.
No deja de ser irónico que quienes ahora se erigen como “defensores de la vida” sean precisamente el cardenal Cipriani, quien en Ayacucho puso un letrero que decía que no aceptaba denuncias sobre violaciones de DDHH, y Rafael Rey, quien en 1995 fundamentó en el Congreso la amnistía para los asesinos del Grupo Colina.
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