Primero me lo dijeron y pensé que se trataba de una mala interpretación; luego leí algunos artículos que hacían mención al tema y descubrí que se trataba de algo que realmente había sido publicado. Como pertenezco a la generación que estaba con todas sus luces encendidas durante la Guerra de Vietnam, la palabra napalm me suena tan mal como siempre me han sonado las palabras nazismo, fascismo, totalitarismo, fanatismo, intolerancia, tortura, etc. Sé que muchas de esas palabras, sin ser mencionadas, son defendidas bajo diferentes disfraces y lo acepto como parte de la realidad que desencadena el juego político y la lucha por el poder. Lo que nunca había escuchado, ni aun durante la Guerra de Vietnam, es que un periodista, o como quiera llamársele, se permitiera sugerir el uso del napalm. Y, mucho menos, en tiempos de paz y en el interior de un país que se pretende democrático como el Perú.
Sé que en el mundo que no nos cuentan los medios ocurren horrores que equivalen a una bomba de napalm moral, pero ni siquiera esa certeza me podría conducir a imaginar que el napalm real debe ser utilizado contra quienes piensan u obran de manera diferente a la que yo considero correcta. Solo imaginarlo me revuelve las tripas porque, al hacerlo, estoy atentando contra mi calidad de ser humano. Con un deseo semejante, sería mi identidad moral la que se desfiguraría tanto como el napalm desfigura a sus víctimas.
¿Qué modelo de país se oculta en la mente de alguien que propone lanzar napalm contra los nativos amazónicos? ¿Qué país podría construirse sobre la base de un genocidio de esa naturaleza? ¿Qué autoridad moral tendrían, ante sus ciudadanos y ante el mundo, los gobernantes que hicieran algo así y los periodistas que los impulsasen? No puedo evitar, mientras esto escribo, la perturbadora imagen de Kim Phuc, esa niña vietnamita que, abrasada por el napalm, corre desnuda por una carretera. Esa foto, convertida en símbolo de la Guerra de Vietnam y de la barbarie de la que son capaces algunos seres humanos, dio la vuelta al mundo, pero no fue suficiente para que, 37 años después, alguien sugiriera, en el Perú, el uso de dicha arma.
El napalm produce sufrimientos atroces. Es un compuesto de gasolina, benzol y poliestireno que se adhiere a cualquier superficie, incluso a la piel, y sigue ardiendo. No siempre mata, pero desfigura y somete a la víctima a dolores atroces. Hace poco, Kim Phuc, quien aún vive, relató en la televisión: “De repente, mi ropa estaba envuelta en llamas. Vi el fuego sobre mi cuerpo, en especial sobre mi brazo. En ese instante pensé que, si sobrevivía, sería fea y anormal en comparación con otros niños. Estaba muy asustada porque no vi a nadie a mi alrededor. Solo fuego y humo. Lloraba y corría para escapar del fuego. El milagro es que mis pies no se quemaron. Seguí corriendo, corriendo, corriendo”.
Ya hemos visto, Sancho, cosas peores que las peores que pudo imaginar don Quijote. Esta, sin duda, es una de ellas.
Sé que en el mundo que no nos cuentan los medios ocurren horrores que equivalen a una bomba de napalm moral, pero ni siquiera esa certeza me podría conducir a imaginar que el napalm real debe ser utilizado contra quienes piensan u obran de manera diferente a la que yo considero correcta. Solo imaginarlo me revuelve las tripas porque, al hacerlo, estoy atentando contra mi calidad de ser humano. Con un deseo semejante, sería mi identidad moral la que se desfiguraría tanto como el napalm desfigura a sus víctimas.
¿Qué modelo de país se oculta en la mente de alguien que propone lanzar napalm contra los nativos amazónicos? ¿Qué país podría construirse sobre la base de un genocidio de esa naturaleza? ¿Qué autoridad moral tendrían, ante sus ciudadanos y ante el mundo, los gobernantes que hicieran algo así y los periodistas que los impulsasen? No puedo evitar, mientras esto escribo, la perturbadora imagen de Kim Phuc, esa niña vietnamita que, abrasada por el napalm, corre desnuda por una carretera. Esa foto, convertida en símbolo de la Guerra de Vietnam y de la barbarie de la que son capaces algunos seres humanos, dio la vuelta al mundo, pero no fue suficiente para que, 37 años después, alguien sugiriera, en el Perú, el uso de dicha arma.
El napalm produce sufrimientos atroces. Es un compuesto de gasolina, benzol y poliestireno que se adhiere a cualquier superficie, incluso a la piel, y sigue ardiendo. No siempre mata, pero desfigura y somete a la víctima a dolores atroces. Hace poco, Kim Phuc, quien aún vive, relató en la televisión: “De repente, mi ropa estaba envuelta en llamas. Vi el fuego sobre mi cuerpo, en especial sobre mi brazo. En ese instante pensé que, si sobrevivía, sería fea y anormal en comparación con otros niños. Estaba muy asustada porque no vi a nadie a mi alrededor. Solo fuego y humo. Lloraba y corría para escapar del fuego. El milagro es que mis pies no se quemaron. Seguí corriendo, corriendo, corriendo”.
Ya hemos visto, Sancho, cosas peores que las peores que pudo imaginar don Quijote. Esta, sin duda, es una de ellas.
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