La realidad es que el poder económico de la extrema derecha internacional sigue zurrándose en cuanto principio exista, sea cual fuere la opinión de la familia Vargas Llosa, de los políticos oportunistas y de quienes como ellos piensan. La misión de la OEA en Honduras acaba de constatar la violación a los derechos humanos y los atropellos a la libertad de prensa en ese país, por no hablar de las muertes y horrores que preparan una vez consolidado el poder mal habido. Pero, a pesar de las evidencias, esa misma derecha que provocó el golpe de Estado –al cual el Gobierno estadounidense llamó graciosamente “acción ilegal”– sabe que no pasará nada.
Los golpistas se sienten seguros pues sus 'sponsors’ –un sector poderosísimo al interior de los EE.UU.– los apoyan y, por tanto, las potenciales invocaciones del presidente Obama no solo no les asustan, sino que les hacen reír con todos los remilgos que su educación privilegiada les permite. Los puedo imaginar en medio de su soberbia repitiendo, en voz baja, su convicción de que existen seres humanos de diferente valor y que, le guste o no al mundo, ellos –en la pequeña Honduras– no solo son los de primera fila, sino que son los socios y amigos de una extrema derecha gringa cuyos modales no solo conocemos, sino que hemos padecido en esta parte del continente.
Sabemos cómo son y cómo se comportan haya o no una fuerza que los enfrente. Han escrito, junto a sus pares en estas latitudes, los capítulos más oscuros de nuestra historia. Por ello, por saber quiénes y cómo son, y por haberlos visto actuar, y pese al coro mediático que instiga al olvido o la justificación, sabemos de sus crímenes ominosos y de todo el atraso que en materia de desarrollo humano les debemos, a pesar de que, ahora, los grifos son más bonitos, los estantes de los supermercados exhiben productos de todo el orbe y las estadísticas nos cuentan que la pobreza ha disminuido.
Ellos apuestan por el pasado y luchan por conservar sus privilegios con más celo que el que anima a los marginales para alimentar a sus hijos. La lucha es desigual y dramática. Mientras unos defienden principios que solo se mantienen por la fuerza de las armas, los otros –a los que alguien alguna vez llamó los condenados de la tierra– solo exhiben la rabia de su postergación y un fatalismo al que, felizmente, la repetición de la experiencia comienza a debilitar.
El arrogante Roberto Micheletti, que usurpa actualmente el cargo de presidente de Honduras, le dijo a la misión de la OEA que el 29 de noviembre “va a haber elecciones, nos reconozcan o no los países del mundo”. Y, como no podía ser de otra manera, invocó a su dios para “que sean masivas” y para garantizar que “en este país queremos vivir en democracia”. Agregó que no le teme al embargo de nadie, y solo le faltó sincerarse admitiendo que tanto coraje emerge no de su inflamado patriotismo, sino de sus lazos con los sectores más retardatarios de la política en Estados Unidos.
Los golpistas se sienten seguros pues sus 'sponsors’ –un sector poderosísimo al interior de los EE.UU.– los apoyan y, por tanto, las potenciales invocaciones del presidente Obama no solo no les asustan, sino que les hacen reír con todos los remilgos que su educación privilegiada les permite. Los puedo imaginar en medio de su soberbia repitiendo, en voz baja, su convicción de que existen seres humanos de diferente valor y que, le guste o no al mundo, ellos –en la pequeña Honduras– no solo son los de primera fila, sino que son los socios y amigos de una extrema derecha gringa cuyos modales no solo conocemos, sino que hemos padecido en esta parte del continente.
Sabemos cómo son y cómo se comportan haya o no una fuerza que los enfrente. Han escrito, junto a sus pares en estas latitudes, los capítulos más oscuros de nuestra historia. Por ello, por saber quiénes y cómo son, y por haberlos visto actuar, y pese al coro mediático que instiga al olvido o la justificación, sabemos de sus crímenes ominosos y de todo el atraso que en materia de desarrollo humano les debemos, a pesar de que, ahora, los grifos son más bonitos, los estantes de los supermercados exhiben productos de todo el orbe y las estadísticas nos cuentan que la pobreza ha disminuido.
Ellos apuestan por el pasado y luchan por conservar sus privilegios con más celo que el que anima a los marginales para alimentar a sus hijos. La lucha es desigual y dramática. Mientras unos defienden principios que solo se mantienen por la fuerza de las armas, los otros –a los que alguien alguna vez llamó los condenados de la tierra– solo exhiben la rabia de su postergación y un fatalismo al que, felizmente, la repetición de la experiencia comienza a debilitar.
El arrogante Roberto Micheletti, que usurpa actualmente el cargo de presidente de Honduras, le dijo a la misión de la OEA que el 29 de noviembre “va a haber elecciones, nos reconozcan o no los países del mundo”. Y, como no podía ser de otra manera, invocó a su dios para “que sean masivas” y para garantizar que “en este país queremos vivir en democracia”. Agregó que no le teme al embargo de nadie, y solo le faltó sincerarse admitiendo que tanto coraje emerge no de su inflamado patriotismo, sino de sus lazos con los sectores más retardatarios de la política en Estados Unidos.
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