Hay cifras que resultan increíbles. Cifras que plantean problemas cuya solución parece destinada a resolverse en el rubro de los milagros. Una de esas cifras empequeñece nuestras economías y, si no fuera porque las agrava, podríamos decir que remite nuestras deudas como países al rincón de lo secundario. Me refiero a la deuda global de EE.UU. –la pública más la privada–, que asciende a 57 billones de dólares, que equivale a la suma de toda la riqueza generada en un año por todos los países del planeta.
La cifra hace pensar –a los que piensan bien y no precisamente a los malpensados– que algo ha funcionado mal. Algunos afirman que el problema se generó por fallas en la regulación, y otros creen que se trata de un problema estructural. Si fuera por fallas en la regulación, bastaría con adoptar nuevas medidas regulatorias para volver a la senda del crecimiento.
La respuesta generaría muchos dolores de cabeza y de bolsillo, pero la promesa de volver al –para mí– ilusorio pasado, haría que el sacrificio valga la pena. Si se tratara de problemas estructurales, habría que adoptar medidas que, sin duda, afectarían intereses que en apariencia son más poderosos que la realidad misma: pueden incluso torcerla momentáneamente y, con el apoyo mediático, hacernos creer que el impasse ha sido superado. Lo que no pueden hacer es evitar que las mismas políticas, aun con mayores regulaciones, conduzcan a los mismos resultados. Y el segundo episodio, que inevitablemente se producirá, será peor que el primero.
A este panorama se agrega lo que el financista Soros ha llamado la “verdadera crisis”, y esa, de la que nos estamos olvidando, es la crisis que ya ha comenzado a producir el calentamiento global, y ante la cual las discusiones y la distribución de culpas tendrán los mismos efectos prácticos que las disputas sobre el sexo de los ángeles.
El calentamiento global ya está entre nosotros. Es irreversible, dramático e impredecible, y si no nos asusta como debiera es porque –en este jardín de infantes que es la humanidad– nos seguimos distrayendo con juguetes de pacotilla e hipnotizando con las mismas fábulas mil veces contadas. Me pregunto si nuestra ansiedad por los temas financieros no será una burda treta de nuestro inconsciente para evitar que pensemos en los problemas que realmente tienen que ver con la continuación de la vida sobre el planeta: si comparamos el espacio que ocupa en la prensa el calentamiento global con el de la crisis económico-financiera, constataremos que la diferencia debe ser de 90 a 10 a favor de la última.
Sería una buena tarea para los institutos de investigación hacer un análisis de cuánto espacio ocupa cada problema y saber de cuánta información dispone la ciudadanía sobre el tema del calentamiento global. Puede ser la última oportunidad para comprender que somos parte de una especie a la que el azar ha colocado en situación de árbitro para prolongar o acortar la vida sobre el planeta.
La cifra hace pensar –a los que piensan bien y no precisamente a los malpensados– que algo ha funcionado mal. Algunos afirman que el problema se generó por fallas en la regulación, y otros creen que se trata de un problema estructural. Si fuera por fallas en la regulación, bastaría con adoptar nuevas medidas regulatorias para volver a la senda del crecimiento.
La respuesta generaría muchos dolores de cabeza y de bolsillo, pero la promesa de volver al –para mí– ilusorio pasado, haría que el sacrificio valga la pena. Si se tratara de problemas estructurales, habría que adoptar medidas que, sin duda, afectarían intereses que en apariencia son más poderosos que la realidad misma: pueden incluso torcerla momentáneamente y, con el apoyo mediático, hacernos creer que el impasse ha sido superado. Lo que no pueden hacer es evitar que las mismas políticas, aun con mayores regulaciones, conduzcan a los mismos resultados. Y el segundo episodio, que inevitablemente se producirá, será peor que el primero.
A este panorama se agrega lo que el financista Soros ha llamado la “verdadera crisis”, y esa, de la que nos estamos olvidando, es la crisis que ya ha comenzado a producir el calentamiento global, y ante la cual las discusiones y la distribución de culpas tendrán los mismos efectos prácticos que las disputas sobre el sexo de los ángeles.
El calentamiento global ya está entre nosotros. Es irreversible, dramático e impredecible, y si no nos asusta como debiera es porque –en este jardín de infantes que es la humanidad– nos seguimos distrayendo con juguetes de pacotilla e hipnotizando con las mismas fábulas mil veces contadas. Me pregunto si nuestra ansiedad por los temas financieros no será una burda treta de nuestro inconsciente para evitar que pensemos en los problemas que realmente tienen que ver con la continuación de la vida sobre el planeta: si comparamos el espacio que ocupa en la prensa el calentamiento global con el de la crisis económico-financiera, constataremos que la diferencia debe ser de 90 a 10 a favor de la última.
Sería una buena tarea para los institutos de investigación hacer un análisis de cuánto espacio ocupa cada problema y saber de cuánta información dispone la ciudadanía sobre el tema del calentamiento global. Puede ser la última oportunidad para comprender que somos parte de una especie a la que el azar ha colocado en situación de árbitro para prolongar o acortar la vida sobre el planeta.
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