Zenón Depaz Toledo
La Primera Online, 25 de agosto de 2009
La educación universitaria experimentó en las últimas cuatro décadas una acelerada expansión de su cobertura y, por tanto, de la matrícula, en el mundo entero. Se trata de un fenómeno que da cuenta del advenimiento de la denominada sociedad del conocimiento.
Habiéndose producido en un contexto de deliberado debilitamiento de las funciones del Estado relativas a la gestión y producción de bienes y servicios, promovido por el proyecto neoliberal, dio paso a una tendencia a la privatización de tales funciones, con mayor o menor intensidad, dependiente de la situación política en cada país.
En todo caso, exceptuando el flujo del capital financiero de tipo especulativo (sector desde el que, muy significativamente, estalló la reciente crisis global) donde el fundamentalismo del “dejar hacer, dejar pasar” halló su natural santuario, el traspaso de tales servicios al sector privado -frecuentemente llevado a cabo de modo compulsivo-, aún en los países que vinieron a ser paradigmáticos de tal modelo (como en Inglaterra, con Thatcher, o Chile, con Pinochet), fue acompañado de la creación de organismos reguladores que garantizaran la calidad y confiabilidad de tales servicios.
La educación superior no fue una excepción, pues su apertura a la iniciativa privada fue acompañada de la creación de mecanismos de acreditación de su calidad. También en esto la privatización mafiosa impuesta por Fujimori y sus secuaces, se llevó a cabo deliberadamente sin regulación alguna y con clara intención de favorecer intereses de los grupos de poder en torno suyo.
Ahora mismo, alcaldes, congresistas, candidatos a la presidencia, ministros y hasta el propio Presidente son, en este tema, juez y parte, pues se cuentan entre propietarios y gestores de universidades privadas “con fines de lucro”, tal como, literalmente, reza el D. L. 882, que el año 1996 dio paso a su creación.
En ausencia de instituciones y mecanismos de acreditación de estándares mínimos de calidad, la mayor parte de aquella oferta educativa adquirió caracteres de fraude, con títulos, grados y postgrados que, ofertados al granel, han pasado a configurar una colosal estafa a vista, paciencia y, seguramente, complacencia de tales autoridades propietarias, entre quienes se cuenta el mismísimo ministro de Educación que, al menos en este tema, no parece tener razones para preocuparse de cómo marcha su cartera… Las preocupaciones –y denuncias- están viniendo de otro lado, que comentaremos en la próxima columna.
Habiéndose producido en un contexto de deliberado debilitamiento de las funciones del Estado relativas a la gestión y producción de bienes y servicios, promovido por el proyecto neoliberal, dio paso a una tendencia a la privatización de tales funciones, con mayor o menor intensidad, dependiente de la situación política en cada país.
En todo caso, exceptuando el flujo del capital financiero de tipo especulativo (sector desde el que, muy significativamente, estalló la reciente crisis global) donde el fundamentalismo del “dejar hacer, dejar pasar” halló su natural santuario, el traspaso de tales servicios al sector privado -frecuentemente llevado a cabo de modo compulsivo-, aún en los países que vinieron a ser paradigmáticos de tal modelo (como en Inglaterra, con Thatcher, o Chile, con Pinochet), fue acompañado de la creación de organismos reguladores que garantizaran la calidad y confiabilidad de tales servicios.
La educación superior no fue una excepción, pues su apertura a la iniciativa privada fue acompañada de la creación de mecanismos de acreditación de su calidad. También en esto la privatización mafiosa impuesta por Fujimori y sus secuaces, se llevó a cabo deliberadamente sin regulación alguna y con clara intención de favorecer intereses de los grupos de poder en torno suyo.
Ahora mismo, alcaldes, congresistas, candidatos a la presidencia, ministros y hasta el propio Presidente son, en este tema, juez y parte, pues se cuentan entre propietarios y gestores de universidades privadas “con fines de lucro”, tal como, literalmente, reza el D. L. 882, que el año 1996 dio paso a su creación.
En ausencia de instituciones y mecanismos de acreditación de estándares mínimos de calidad, la mayor parte de aquella oferta educativa adquirió caracteres de fraude, con títulos, grados y postgrados que, ofertados al granel, han pasado a configurar una colosal estafa a vista, paciencia y, seguramente, complacencia de tales autoridades propietarias, entre quienes se cuenta el mismísimo ministro de Educación que, al menos en este tema, no parece tener razones para preocuparse de cómo marcha su cartera… Las preocupaciones –y denuncias- están viniendo de otro lado, que comentaremos en la próxima columna.
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