Quienes vivimos las espantosas dictaduras que castigaron a América Latina hace unas décadas estamos horrorizados con esta resurrección de la pesadilla en Honduras. Una vez más, el extremismo, en este caso de derecha, exhibe su desprecio por el ser humano y su extraordinaria capacidad para mentir y ensuciar, con su basura ideológica, palabras e instituciones que pertenecen a personas con otra estatura moral. Escuchar a Micheletti hablar de paz, libertad y democracia, y ver –como exhibe la televisión– lo que ocurre en esa pequeña nación centroamericana, es una burla insufrible. Honduras es hoy una avanzadilla experimental de los sectores extremistas para medir las reacciones tanto del pueblo concernido como de la comunidad internacional.
Hasta ahora les ha ido, felizmente, bastante mal. Los otrora apacibles hondureños no han dejado de manifestarse contra el gobierno de facto en estos dos meses y medio de gestión golpista, y la comunidad internacional, de manera unánime, ha condenado el golpe y aplicado sanciones cuya severidad sigue creciendo y que hacen de Honduras un caso único: es el único país del planeta totalmente aislado –al menos en el papel– del conjunto de naciones. Digo “en el papel” pues es evidente que, por detrás, algunos poderes económicos de los EE.UU. siguen sosteniendo a los usurpadores. No se explica, de otro modo, la actitud desafiante del cada vez más impresentable presidente de facto.
Su último lujo fue que su canciller, luego de que apareciese Zelaya en la embajada brasileña, diera una conferencia de prensa en inglés en la cual el propio hombre, naturalmente hondureño e hispanoparlante, era traducido al castellano como si estuviese hablando desde Nueva York: lo hacía para sus mandantes o ex mandantes en Estados Unidos, pues ese es el único eslabón, por ahora, que lo mantiene respirando. A esa falta de sentido del ridículo se une la carencia absoluta de tacto al permitir que uno de los miembros de su gobierno minimizara a Obama a través de comentarios estúpidamente racistas. Ni qué decir de la represión desenfrenada con policías que llevaban, entre otros elementos disuasivos, tablas de madera con clavos que agujerearon la cabeza de más de un manifestante. Los hospitales lucen abarrotados, los estadios deportivos –emulando a Pinochet– están llenándose con cada vez más presos políticos, y el país, en general, se ve cada día más pobre.
Hablar de diálogo es una gentileza a la que obliga la circunstancia. En realidad, no puedo imaginar una solución real que no sea la de detener y juzgar a los golpistas. El papel que ha asumido Brasil –“en sintonía fina”, según un periodista– con EE.UU. es un paso gigante en el proceso de emancipación política de esta parte del continente. Sin alharacas, con ese tino político que ha hecho de él un presidente universalmente respetado, Lula está marcando el campo de juego para mostrar que en este siglo no estamos dispuestos a aceptar los atropellos y humillaciones que padecimos en el siglo XX.
Hasta ahora les ha ido, felizmente, bastante mal. Los otrora apacibles hondureños no han dejado de manifestarse contra el gobierno de facto en estos dos meses y medio de gestión golpista, y la comunidad internacional, de manera unánime, ha condenado el golpe y aplicado sanciones cuya severidad sigue creciendo y que hacen de Honduras un caso único: es el único país del planeta totalmente aislado –al menos en el papel– del conjunto de naciones. Digo “en el papel” pues es evidente que, por detrás, algunos poderes económicos de los EE.UU. siguen sosteniendo a los usurpadores. No se explica, de otro modo, la actitud desafiante del cada vez más impresentable presidente de facto.
Su último lujo fue que su canciller, luego de que apareciese Zelaya en la embajada brasileña, diera una conferencia de prensa en inglés en la cual el propio hombre, naturalmente hondureño e hispanoparlante, era traducido al castellano como si estuviese hablando desde Nueva York: lo hacía para sus mandantes o ex mandantes en Estados Unidos, pues ese es el único eslabón, por ahora, que lo mantiene respirando. A esa falta de sentido del ridículo se une la carencia absoluta de tacto al permitir que uno de los miembros de su gobierno minimizara a Obama a través de comentarios estúpidamente racistas. Ni qué decir de la represión desenfrenada con policías que llevaban, entre otros elementos disuasivos, tablas de madera con clavos que agujerearon la cabeza de más de un manifestante. Los hospitales lucen abarrotados, los estadios deportivos –emulando a Pinochet– están llenándose con cada vez más presos políticos, y el país, en general, se ve cada día más pobre.
Hablar de diálogo es una gentileza a la que obliga la circunstancia. En realidad, no puedo imaginar una solución real que no sea la de detener y juzgar a los golpistas. El papel que ha asumido Brasil –“en sintonía fina”, según un periodista– con EE.UU. es un paso gigante en el proceso de emancipación política de esta parte del continente. Sin alharacas, con ese tino político que ha hecho de él un presidente universalmente respetado, Lula está marcando el campo de juego para mostrar que en este siglo no estamos dispuestos a aceptar los atropellos y humillaciones que padecimos en el siglo XX.
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