Visité Perú por primera vez en 1974. Vine a un seminario organizado por Unesco y fui invitado a una reunión de estudiantes en la Universidad Agraria de La Molina. Allí asistí, felizmente como observador mudo, a un debate para el que no estaba preparado.
Venía yo de una praxis política en un barrio marginal de Rosario (Argentina) donde, luchando con mil contradicciones propias y ajenas, tratábamos de mejorar las condiciones de salud, vivienda, trabajo y educación de la población local. Queríamos, naturalmente, que los postergados asumieran una posición más protagónica en la vida política y social argentinas, y que los privilegiados entendieran que eso era beneficioso para todos. Nuestra pedagogía era sencilla: compartíamos algunas tareas comunales, estimulábamos a la población local a meditar sobre su propia vida, sobre su situación en el mundo, y sobre sus posibilidades de elevar solidariamente la postergación económica que padecían. No pasaba por nuestras cabezas incitar a la violencia. Creíamos firmemente en el poder de la solidaridad y estábamos convencidos de que el trabajo comunitario –más una elevación en el nivel educativo– conduciría a la larga a una emancipación individual y colectiva. Los obstáculos que encontrábamos solían debilitar transitoriamente nuestras convicciones y nos conducían a largas discusiones que mellaban nuestras energías. Se daba en estas discusiones, de las que solían participar miembros de la población local, una curiosa situación: los muchachos de familias pudientes que acababan de descubrir un país que desconocían comenzaron a apostar por la violencia, mientras que los otros, los que chambeaban de sol a sol para poder comer, no solo no la consideraban, sino que reaccionaban asombrados ante semejante idea.
Deducíamos, no sé si correctamente, que en un país –o al menos en el sitio en que trabajábamos–, donde la comida abundaba, una sublevación popular era impensable. Recién ocurrió cuando la pobreza, gracias a las recetas neoliberales, pasó los límites y el hambre se hizo presente en un país de 40 millones de habitantes que produce comida para alimentar a 350,000 millones. El esperpento político creado por el egoísmo y la corrupción condujo al ya célebre “Que se vayan todos”. Luego vino la recuperación con recetas que, según los autores oficiales del desastre y sus infaltables cronistas, son antidemocráticas. Dramática incapacidad de autocrítica de una derecha soberbia y enredada en el laberinto de su incapacidad para pensar un país para todos.
Regresando a la asamblea estudiantil en La Molina, allí el tema era si Velasco Alvarado era socialista o socializante. Creí entender lo que querían decir pero no entendí la validez de una discusión que jamás traspasaría los muros universitarios. Los argumentos se me antojaban surrealistas y, a raíz de los acontecimientos actuales, tengo la ligera impresión de que la izquierda continúa apegada a esas disquisiciones de campanario mientras la derecha les aplana el piso –con ellos incluidos–.
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