Yo no había nacido todavía cuando el filósofo español José Ortega y Gasset, de visita en Argentina, dio una conferencia desde una emisora de Buenos Aires. Comenzó así: “Quiero ser el negro de mi voz”. Quiso decir que la expresividad física de las culturas africanas o afroamericanas es menos acartonada que la representada por la cultura occidental. Intentaba Ortega y Gasset –limitado a solo ser 'voz’– que esa voz poseyese todos los matices comunicacionales que tienen las culturas de lo que se da en llamar el 'África Negra’. Seguramente lo logró pues era –aunque hay quienes discrepan– un maestro del pensamiento. En mi adolescencia sus libros me obligaron a mirar la realidad desde ángulos que antes ni siquiera podía imaginar. Luego fui yo quien estuvo detrás de un micrófono y lo primero que recordé al enfrentarlo fue aquella conferencia de Ortega y Gasset que llegó a mí como lectura. Quise también, y no sé si bien o mal, ser el negro de mi voz. Recuerdo esto porque tantos años detrás de un micrófono me han llevado a pensar que las palabras del filósofo no solo se referían a los matices que tiene la voz humana, sino que encierra la idea de que la empatía entre el comunicador y el oyente, si bien tiene a la voz como instrumento, nace básicamente de la estructura de un discurso que está impregnado de la espontaneidad y el compromiso con el mensaje que emite. Así como el lenguaje no-verbal revela cuándo mentimos o no somos todo lo sinceros que debiéramos, así el discurso radial llega o no según lo que sentimos al expresarnos. La alegría, la rabia, la desazón, el entusiasmo y toda la gama de emociones de las que somos capaces fueron, durante muchos años, elementos extraños en la radiofonía local.
En los tiempos que corren, el acartonamiento ha ido cediendo espacio a la naturalidad, y gracias a ello ha humanizado al emisor frente a quienes lo escuchan. Y además, le ha sumado credibilidad.
Confieso que, a pesar de ello, ha pasado mucho tiempo para que una voz radial local me sedujera, como me seducía mucho tiempo atrás la del peruano Hugo Guerrero Marthineitz, recientemente fallecido, que hizo escuela en Argentina. Hasta que una mañana apareció Lupe Maestre en RPP. Por lo que sé ella comenzó, antes de tener su actual espacio, en programas con Chema Salcedo y su padre, Fernando Maestre. De eso no me enteré. O quizá no me impactó como sí lo ha hecho su programa Confidencias.
Esta emisión, que va de 11.30 a.m. a 1 p.m. por RPP, es un espacio donde se respira libertad y espontaneidad. Conocimiento y compromiso emocional. Horror por los prejuicios que nos postergan y respeto por las múltiples posibilidades del ser humano. Si todos quienes ejercen como comunicadores sociales tuvieran la misma capacidad de indignación o de ternura que suele expresar espontáneamente Lupe Maestre cuando la situación lo requiere, estaríamos contribuyendo, desde los medios, a construir un país menos inclinado a los estereotipos y más sólido en lo moral y social.
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