Al momento de escribir estas líneas (7 de julio), el Departamento de Estado de EE.UU. se ha negado a recibir a una delegación del gobierno de facto hondureño y, por el contrario, señala que se reunirá con el presidente constitucional, provisoriamente fuera del poder.
A los pronunciamientos ya existentes (OEA, ONU, Grupo de Río, CICA, ALBA, etc.) se suma este nuevo desaire a los golpistas que, dadas las características de quien lo protagoniza (EE.UU.), podría tener un peso decisivo en los cálculos futuros de los gobernantes de facto. Podría significar, además, un triunfo de los sectores sensatos sobre los belicistas en el interior de la superpotencia. Y ese sería, de continuar en la misma línea, un triunfo aún más importante que la reposición del gobierno de Manuel Zelaya.
Claro está que, en ese campo, no todo será medido con la misma vara y, seguramente, no habrá una política igualmente racional para con Irak, Pakistán, Afganistán y Palestina. En todo caso, es alentador pues, si los hechos se desarrollan como todo parece indicarlo, se podrá comprobar que el apoyo real a las democracias no pone en peligro la seguridad interna de EE.UU., que es la muletilla que ha usado para perpetrar atropellos que difícilmente olvidaremos. Las democracias suelen ser más previsibles que los gobiernos autoritarios, y su volubilidad equilibra la potenciación de los cambios con los retornos al pasado que ya comienzan a perfilarse (desgraciadamente, desde mi punto de vista) en algunos países.
Esta variable, donde el avance y el retroceso en la implementación de políticas que favorezcan a las mayorías siguen vigentes, tranquilizará la gula nunca satisfecha de nuestro vecino gigante que, para colmo, hoy atraviesa dificultades tan enormes que ayudan a moderar sus exabruptos.
En ese campo, cabe preguntarse si los aparentemente nuevos tiempos políticos en EE.UU. son producto de su debilidad coyuntural o bien el producto de un proceso de maduración posterior a los disparates perpetrados por la alocada y única neurona de la que disponía el ranchero y golfista George W. Bush.
Por otro lado, todos quienes auténticamente creen en la democracia deberán admitir que la existencia de un consenso casi unánime en Latinoamérica se ha constituido en un valor de peso en las transformaciones que hacen a nuestra propia historia. Estamos hallando un protagonismo que nunca antes habíamos tenido. Con aciertos y errores, la región, otrora fagocitada por dictaduras obedientes a Washington o conducida por gobiernos títeres, ha asumido un papel de sujeto histórico que debiéramos solidificar más allá de las diferencias que nos separan, como acaba de suceder con la postura adoptada en el caso de Honduras.
No estar eventualmente de acuerdo con Estados Unidos no es un pecado. Sí lo es, por el contrario, atentar contra las instituciones democráticas. La discusión aún pendiente versa sobre cuáles de esas instituciones hacen realmente a la profundización de la democracia y cuáles la transforman en una caricatura.
A los pronunciamientos ya existentes (OEA, ONU, Grupo de Río, CICA, ALBA, etc.) se suma este nuevo desaire a los golpistas que, dadas las características de quien lo protagoniza (EE.UU.), podría tener un peso decisivo en los cálculos futuros de los gobernantes de facto. Podría significar, además, un triunfo de los sectores sensatos sobre los belicistas en el interior de la superpotencia. Y ese sería, de continuar en la misma línea, un triunfo aún más importante que la reposición del gobierno de Manuel Zelaya.
Claro está que, en ese campo, no todo será medido con la misma vara y, seguramente, no habrá una política igualmente racional para con Irak, Pakistán, Afganistán y Palestina. En todo caso, es alentador pues, si los hechos se desarrollan como todo parece indicarlo, se podrá comprobar que el apoyo real a las democracias no pone en peligro la seguridad interna de EE.UU., que es la muletilla que ha usado para perpetrar atropellos que difícilmente olvidaremos. Las democracias suelen ser más previsibles que los gobiernos autoritarios, y su volubilidad equilibra la potenciación de los cambios con los retornos al pasado que ya comienzan a perfilarse (desgraciadamente, desde mi punto de vista) en algunos países.
Esta variable, donde el avance y el retroceso en la implementación de políticas que favorezcan a las mayorías siguen vigentes, tranquilizará la gula nunca satisfecha de nuestro vecino gigante que, para colmo, hoy atraviesa dificultades tan enormes que ayudan a moderar sus exabruptos.
En ese campo, cabe preguntarse si los aparentemente nuevos tiempos políticos en EE.UU. son producto de su debilidad coyuntural o bien el producto de un proceso de maduración posterior a los disparates perpetrados por la alocada y única neurona de la que disponía el ranchero y golfista George W. Bush.
Por otro lado, todos quienes auténticamente creen en la democracia deberán admitir que la existencia de un consenso casi unánime en Latinoamérica se ha constituido en un valor de peso en las transformaciones que hacen a nuestra propia historia. Estamos hallando un protagonismo que nunca antes habíamos tenido. Con aciertos y errores, la región, otrora fagocitada por dictaduras obedientes a Washington o conducida por gobiernos títeres, ha asumido un papel de sujeto histórico que debiéramos solidificar más allá de las diferencias que nos separan, como acaba de suceder con la postura adoptada en el caso de Honduras.
No estar eventualmente de acuerdo con Estados Unidos no es un pecado. Sí lo es, por el contrario, atentar contra las instituciones democráticas. La discusión aún pendiente versa sobre cuáles de esas instituciones hacen realmente a la profundización de la democracia y cuáles la transforman en una caricatura.
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